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'Sinónimos': Nadav Lapid emula a Godard en este drama sobre un israelí apátrida que destruye y reconstruye París y el lenguaje

 Yoav no mira al frente. Mueve rápidamente su cabeza de arriba a abajo, del cielo al suelo y viceversa, y acompañamos su mirada dispersa reconstruyendo un París que poco o nada tiene que ver con el de nuestro imaginario. Con la excusa del éxito en Berlín de 'Alcarràs' de Carla Simón, recuperamos esta otra ganadora del Oso de Oro, 'Sinónimos', que puede verse en Filmin.

¿Qué es París, qué puede ser París?, se pregunta Nadav Lapid en esta película que triunfó en la 69ª Berlinale, un errático y autobiográfico drama apátrida donde la representación de la ciudad es componente fundamental para entender la llegada de un inmigrante que reniega de sus problemáticas raíces a un nuevo espacio que quiere hacer suyo.

Yoav (Tom Mercier) llega agitado, como la cámara al hombro que le acompaña, a la ciudad que quiere hacer suya, y entra al espacio que parece que intentará convertir en hogar. Tras un baño que prometía ser reparador, el protagonista se da cuenta de que ya no tiene nada de lo que había traído, que le han robado sus pocas posesiones, quedando desvelado un elocuente paralelismo: el inmigrante se queda literalmente desnudo a su llegada, es un completo abandonado que no importa a nadie, que no merece atención.

Tras golpear con insistencia puertas ajenas que permanecen cerradas, encuentra a Emile y Caroline, una pareja bohemia al más puro estilo de la irritante insolencia de la nueva ola francesa (bien podríamos encontrar equivalencias con el trío protagónico de 'Jules et Jim' de Truffaut o el de los airados jóvenes revolucionarios de 'La Chinoise' de Godard), que le acogen e intentan ayudar en esa nueva ciudad a la que acaba de llegar. Bajo su manto, Yoav desvela el porqué de su nerviosismo, de su errático comportamiento que la cámara acompaña en espacios exteriores para no observar su alrededor: no quiere mirar París, no quiere conocer un París contaminado por el relato -cinematográfico o literario-, sino la ciudad en su estado más íntimo y auténtico.

Este anti-flâneur que parece sufrir su andar se fija, por encima de todo, en el suelo, una suerte de muestra en el asfalto de la representación más baja de la ciudad, el último estrato en el que el inmigrante se sitúa de forma obligatoria. Pero sus miradas rápidamente desplazadas de arriba a abajo -con especial enjundia en las dos secuencias de la plaza de Nôtre Dame y rápidos movimientos verticales-, como tentativas de observación hacia las alturas en las que Yoav vuelve a agachar la cabeza a la misma velocidad, revelan un incierto anhelo de ascenso que se desvanece a la misma velocidad a la que llega.


París y Berlín: no-ciudades para los márgenes

'Sinónimos' entronca con 'Berlin Alexanderplatz', en la que Rainer Werner Fassbinder reconstruía Berlín desde los pedazos y los resquicios, no tanto desde la ciudad y sus espacios, siempre en movimiento, sino desde sus viandantes y paseantes. Por contra, la película de Lapid no mantiene ninguna estabilidad en la observación de la urbe ni de sus habitantes, que son representados sin solidez. Así, mientras que el Berlín de Fassbinder era representable a través de sus paseantes y sus calles desvalijadas, el París de Lapid se retuerce y se deshace a cada mirada, sin posibilidad de representación unitaria.

Si 'Berlin Alexandeplatz' oscilaba en torno al ostracismo al que se ve sometido un ex-convicto que quiere reintegrarse en la sociedad, la cinta de Lapid focaliza su disperso discurso en torno al rechazo frontal de la nacionalidad israelí de un migrante que busca los flecos para entrar en la dinámica de una sociedad que es la suya mientras desprecia todos los ofrecimientos de una nación de la que formó parte y ahora desprecia. Es así como 'Sinónimos' se configura como una declaración en torno a las injusticias sobre el inmigrante o como renuncia a cualquier arraigo posible. En definitiva, como un rechazo absoluto que parte de una voluntad errática y elusiva.

La estrategia formal de no-representación de la ciudad, que no es más que una dificultad lingüística para desgranar los elementos visuales mediante los que vemos el entorno urbano, entronca con otra de las repudias de la cinta: la del idioma. El rechazo de Yoav a utilizar el hebreo, a pesar de sus evidentes dificultades para comunicarse en francés, no es solo una declaración política, una renuncia al arraigo de un estado militarista en injusto, sino también excusa para que el protagonista sea un lienzo plagado de pinceladas dadas sin orden ni concierto sobre un cuerpo que, recordemos, se queda desnudo al inicio de la cinta para convertirse, continuando con la metáfora, en receptáculo libre de ideas y artificios.

Así cobran sentido los sinónimos del título que el protagonista lista como mantra para reflejar cuánto le repugna el país del que proviene. Quizá sea por el militarismo del estado y las consecuencias de la obligatoriedad del servicio militar en sus sociedad, quizá por su negación a un estado vecino en guerra perpetua que rechaza frontalmente su desaparición, quizá, simplemente, sea una boutade de un joven rebelde. Solo existen para Yoav palabras que, aunque se queden cortas, procuran describir su repulsa hacia Israel, que, igual que la propia París, no es posible expresar solo con el lenguaje o la imagen.

'Sinónimos': ¿adiós al lenguaje?

Sin embargo, esta renuncia lingüística se resquebraja en un inesperado resquicio: tras ser despedido de su primer trabajo en la parisina embajada de Israel, Yoav consigue un nuevo empleo como modelo erótico-pornográfico. En la línea del pluriempleado Antoine Doinel, aunque sin la carga cómica del personaje-alter ego de François Truffaut, el protagonista de 'Sinónimos' encarna una nueva forma de ostracismo, de rechazo: el del inmigrante como objeto de consumo cuyo único valor es el ser mirado.

El agresivo fotógrafo que contrata a Yoav le insta a usar el hebreo en un reclamo de marcada índole exoticista, y es, de hecho, el único momento en el que el personaje habla en su lengua materna. La ofensa va un paso más allá cuando ese mismo fotógrafo le reúne con una mujer palestina para una escena que finalmente no llega a fotografiarse, pero que refleja la imposible integración: no hay huida posible de las raíces porque siempre será el otro para los ojos occidentales, siempre será mirado desde un prisma que no lo concibe como ser sino como figura, como arquetipo.

Es esta perversión la que pone de relieve cómo se configura la mirada europea ante la otredad y, en concreto, sobre el conflicto palestino, que genera una atracción semipornográfica y bien podría ser significante del morbo mediático en Occidente al observar el conflicto palestino. Una perversión de la que el protagonista escapa una vez consigue ser francés de la única forma posible: a través del estudio de los usos, costumbres y lenguajes del país. Porque el idioma, como la cultura, como la nación, todos puro artificio, se aprenden, se construyen, se asumen.

Ya integrado en la dinámica de su nueva patria, Yoav parece claro representante de los nacionalismos del siglo XIX y su grandilocuencia decimonónica, con airados reclamos a un presente que parece haber olvidado la grandeza de la nación francesa. Grandeza de la que el irredento protagonista, antigua tabula rasa y ahora fiel representante de su país, presume orgulloso pero no puede formar parte. Es en una rima con el inicio de la película, y, de nuevo, ante una puerta cerrada, cuando vuelven a resonar las mismas preguntas: qué es París, qué puede ser París.

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